Se acaban de cumplir diez años de la entrada en vigor, el 1 de marzo de 1999, de la Convención de Ottawa de 1997 sobre la prohibición del empleo, almacenamiento, producción y transferencia de minas antipersonal y sobre su destrucción. Por su proceso de gestación, rápido y con una importante participación de la sociedad civil internacional (varios centenares de organizaciones no gubernamentales, asociadas en la Campaña Internacional a favor de la Prohibición de las Minas Terrestres), y por su contenido, completo y ambicioso, se trata de un instrumento internacional singular, que además pone de relieve la íntima vinculación entre la consecución de la paz a través del desarme, el derecho humanitario y los derechos humanos, cuyo fundamento común no es otro que el valor de la dignidad humana.
No es menos extraordinario que el citado tratado fuera adoptado apenas un año después de haberse reformado el segundo Protocolo a la Convención sobre Ciertas Armas Convencionales que hace referencia, precisamente, al empleo de minas, armas trampa y otros artefactos; es decir, que la comunidad internacional haya reconocido, inmediatamente después de su negociación y firma, la mediocridad de un instrumento internacional y la necesidad de una regulación nueva.
Asimismo, las propias carencias del Convenio de Ottawa se han tratado de resolver con el reciente proceso de Dublin, que ha culminado con la firma, pendiente de entrada en vigor, del Tratado de Oslo contra las bombas de dispersión, de 4 de diciembre de 2008.
El problema que el Convenio relativo a minas terrestres pretende abordar es tan antiguo como ingente, si bien sólo en los últimos tiempos ha alcanzado una amplia cobertura mediática. Las cifras que se manejan en la documentación de las Naciones Unidas y otros organismos son escalofriantes. Más de 400 millones de minas han sido sembradas en todo el mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, de las cuales 65 millones lo han sido después de adoptarse el primer instrumento jurídico que regulaba el uso de las minas antipersonal (1980). Más de 100 millones de esas minas siguen estando activadas a lo largo y ancho del planeta. En los últimos veinticinco años, estos artefactos han matado a unas 200.000 personas en todo el mundo y han mutilado a muchas más; la inmensa mayoría de ellas civiles y casi siempre cuando el conflicto que motivó su “siembra” ya había terminado. Además, han inutilizado con su presencia centenares de miles de hectáreas de tierras que, en otras circunstancias, serían fértiles, lo que en muchos países ha comportado un aumento de la pobreza y las migraciones. La Convención de Ottawa intenta mitigar el problema allí donde existe y, sobre todo, evitar que se reproduzca en el futuro.
Conforme al art. 1.1 de la Convención, los estados parte se comprometen con carácter absoluto a “nunca” y “bajo ninguna circunstancia”: a) Emplear minas antipersonal; b) Desarrollar, producir, adquirir, almacenar, conservar o transferir a cualquiera minas antipersonal; y c) Ayudar, estimular o inducir a cualquiera a participar en una actividad prohibida por la Convención.
Este primer párrafo justifica los primeros cuatro verbos contenidos en el título del tratado, pues implica la completa prohibición del empleo, almacenamiento, producción y transferencia de minas antipersonal. El quinto elemento del título, la obligación de destruir las minas existentes, está contemplado en el artículo 1.2 y se desarrolla en los artículos 4 (destrucción de las existencias) y 5 (destrucción de las minas colocadas en zonas minadas). El resto de la Convención se dedica a precisar el contenido jurídico material de las antedichas prohibiciones (mediante la definición de los términos empleados y el establecimiento de contadas excepciones), establecer el derecho y el deber de cooperar para cumplir los objetivos del tratado (en especial, para la destrucción de las minas y la rehabilitación de sus víctimas) y, finalmente, establecer medidas de verificación de su cumplimiento.
La tajante prohibición contemplada en el art. 1.1 de la Convención sufre, en los artículos 2 y 3, dos tipos de limitaciones. Por un lado, el artículo tercero contempla dos excepciones razonables a dicha prohibición. La transferencia de minas antipersonal está permitida cuando se realiza para su destrucción. Además, cabe retener una cantidad de minas reducida con objeto de que sirvan “para el desarrollo de técnicas de detección, limpieza o destrucción de minas y el adiestramiento en dichas técnicas”. España declaró en su momento su intención de conservar 4.000 unidades de minas antipersona para estos fines.
En otro orden de cosas, la Convención define “mina antipersonal” como “toda mina concebida para que explosione por la presencia, la proximidad o el contacto de una persona, y que incapacite, hiera o mate a una o más personas”. Dado que los proyectiles diseminados por las bombas de dispersión no son técnicamente minas, pero provocan exactamente los mismos efectos que éstas, el mismo movimiento civil internacional que impulsó Ottawa ha promovido el citado Tratado de Oslo contra las bombas de dispersión, que tiene visos de seguir un camino paralelo, en términos de aceptación generalizada, al de la Convención de Ottawa.
A la prohibición de producir, transferir y emplear minas antipersonal se añade en la Convención la obligación de destruir las minas existentes. El objetivo final del tratado es tan diáfano como conseguir un mundo en que estas minas no existan. En relación con este objetivo, hay que distinguir las minas almacenadas por cada Estado parte de aquellas ya colocadas en zonas minadas.
La obligación de destruir las minas antipersonal que cada Estado parte posea, “o estén bajo su jurisdicción o control”, tiene un plazo máximo, improrrogable, de cuatro años desde la entrada en vigor de la Convención para ese país. En España esta obligación ya había sido asumida por la Ley de 5 de octubre de 1998, de acuerdo con la cual “El Ministerio de Defensa procederá a la destrucción de todas las minas antipersonal almacenadas en el plazo más breve posible y como máximo en tres años a partir de la entrada en vigor de esta Ley”. Según informes nacionales e internacionales (LandMine Monitor), todas las minas antipersonal almacenadas por España, cerca de un millón, fueron destruidas entre 1998 y finales del año 2000.
El deber de destruir las minas antipersonal colocadas en zonas minadas tiene un plazo de diez años desde la entrada en vigor de la Convención para cada Estado parte. Las dificultades para la consecución de esta obligación son, sin embargo, muy superiores a la anterior: es más complicado técnicamente, más caro y, sin duda, comporta más riesgos para la seguridad de las personas.
Si tenemos en cuenta que la tecnología para la remoción de minas no ha avanzado significativamente desde la Segunda Guerra Mundial y que los países con mayor número de minas plantadas en su territorio están en vías de desarrollo convendremos que el artículo 5.1 de la Convención tiene más de desideratum que de lege lata. Es por ello que el propio precepto contempla la posibilidad de solicitar prórrogas, renovables, de hasta diez años, que serán evaluadas por la Reunión de los Estados Parte. También en este contexto hay que entender que el artículo 6, relativo a cooperación y asistencia internacionales, dedique diversos párrafos a la cooperación para el desminado y la destrucción de minas.
El Convenio de Ottawa cuenta en la actualidad con 156 estados parte, una cifra más que considerable en la que, sin embargo, se echan en falta algunos estados muy relevantes de la comunidad internacional como Estados Unidos, Rusia o China. La inmensa mayoría de los ausentes han hecho algún tipo de declaración unilateral comprometiéndose a no utilizar este tipo de armamento.
Según se constata en los informes anuales de LandMine Monitor la utilización de minas antipersonal ha decrecido de forma drástica desde 1999, incluso entre estados no parte en el Tratado, si bien cada año se detectan (o al menos se denuncian) algunos casos, sobre todo entre grupos armados no gubernamentales.
Asimismo, más de 90 millones de minas han sido destruidas en estos años, si bien continúa habiendo países con stocks muy importantes, de varios millones de unidades, en estados parte como Bielorrusia, Grecia, Turquía o Ucrania. Todos ellos tienen fecha fijada para la destrucción de sus stocks. Las grandes cifras, sin embargo, están en manos de estados no parte en el Tratado: China (110 millones estimados), Rusia (24.5 millones), Estados Unidos (10.4 millones), Pakistán (6 millones) e India (4-5 millones).
Con todo, a los diez años de su entrada en vigor, el Tratado de Ottawa debe considerarse un gran éxito de la comunidad internacional. Por su calidad técnica-jurídica, por su amplia aceptación y, sobre todo, por haber contribuido decididamente al consenso generalizado que existe en la actualidad en la comunidad internacional sobre el carácter ilegal de cualquier utilización de este tipo de armamento, la Convención de Ottawa constituye un hito para el desarme internacional, para la protección de las víctimas de los conflictos armados y, en definitiva, para la extensión de los derechos humanos en el planeta.
Jaume Saura (Presidente del Institut de Drets Humans de Catalunya)
http://www.icbl.org/
http://www.icrc.org/Web/spa/sitespa0.nsf/htmlall/p0702?OpenDocument&style=Custo_Final.4&View=defaultBody2
No es menos extraordinario que el citado tratado fuera adoptado apenas un año después de haberse reformado el segundo Protocolo a la Convención sobre Ciertas Armas Convencionales que hace referencia, precisamente, al empleo de minas, armas trampa y otros artefactos; es decir, que la comunidad internacional haya reconocido, inmediatamente después de su negociación y firma, la mediocridad de un instrumento internacional y la necesidad de una regulación nueva.
Asimismo, las propias carencias del Convenio de Ottawa se han tratado de resolver con el reciente proceso de Dublin, que ha culminado con la firma, pendiente de entrada en vigor, del Tratado de Oslo contra las bombas de dispersión, de 4 de diciembre de 2008.
El problema que el Convenio relativo a minas terrestres pretende abordar es tan antiguo como ingente, si bien sólo en los últimos tiempos ha alcanzado una amplia cobertura mediática. Las cifras que se manejan en la documentación de las Naciones Unidas y otros organismos son escalofriantes. Más de 400 millones de minas han sido sembradas en todo el mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, de las cuales 65 millones lo han sido después de adoptarse el primer instrumento jurídico que regulaba el uso de las minas antipersonal (1980). Más de 100 millones de esas minas siguen estando activadas a lo largo y ancho del planeta. En los últimos veinticinco años, estos artefactos han matado a unas 200.000 personas en todo el mundo y han mutilado a muchas más; la inmensa mayoría de ellas civiles y casi siempre cuando el conflicto que motivó su “siembra” ya había terminado. Además, han inutilizado con su presencia centenares de miles de hectáreas de tierras que, en otras circunstancias, serían fértiles, lo que en muchos países ha comportado un aumento de la pobreza y las migraciones. La Convención de Ottawa intenta mitigar el problema allí donde existe y, sobre todo, evitar que se reproduzca en el futuro.
Conforme al art. 1.1 de la Convención, los estados parte se comprometen con carácter absoluto a “nunca” y “bajo ninguna circunstancia”: a) Emplear minas antipersonal; b) Desarrollar, producir, adquirir, almacenar, conservar o transferir a cualquiera minas antipersonal; y c) Ayudar, estimular o inducir a cualquiera a participar en una actividad prohibida por la Convención.
Este primer párrafo justifica los primeros cuatro verbos contenidos en el título del tratado, pues implica la completa prohibición del empleo, almacenamiento, producción y transferencia de minas antipersonal. El quinto elemento del título, la obligación de destruir las minas existentes, está contemplado en el artículo 1.2 y se desarrolla en los artículos 4 (destrucción de las existencias) y 5 (destrucción de las minas colocadas en zonas minadas). El resto de la Convención se dedica a precisar el contenido jurídico material de las antedichas prohibiciones (mediante la definición de los términos empleados y el establecimiento de contadas excepciones), establecer el derecho y el deber de cooperar para cumplir los objetivos del tratado (en especial, para la destrucción de las minas y la rehabilitación de sus víctimas) y, finalmente, establecer medidas de verificación de su cumplimiento.
La tajante prohibición contemplada en el art. 1.1 de la Convención sufre, en los artículos 2 y 3, dos tipos de limitaciones. Por un lado, el artículo tercero contempla dos excepciones razonables a dicha prohibición. La transferencia de minas antipersonal está permitida cuando se realiza para su destrucción. Además, cabe retener una cantidad de minas reducida con objeto de que sirvan “para el desarrollo de técnicas de detección, limpieza o destrucción de minas y el adiestramiento en dichas técnicas”. España declaró en su momento su intención de conservar 4.000 unidades de minas antipersona para estos fines.
En otro orden de cosas, la Convención define “mina antipersonal” como “toda mina concebida para que explosione por la presencia, la proximidad o el contacto de una persona, y que incapacite, hiera o mate a una o más personas”. Dado que los proyectiles diseminados por las bombas de dispersión no son técnicamente minas, pero provocan exactamente los mismos efectos que éstas, el mismo movimiento civil internacional que impulsó Ottawa ha promovido el citado Tratado de Oslo contra las bombas de dispersión, que tiene visos de seguir un camino paralelo, en términos de aceptación generalizada, al de la Convención de Ottawa.
A la prohibición de producir, transferir y emplear minas antipersonal se añade en la Convención la obligación de destruir las minas existentes. El objetivo final del tratado es tan diáfano como conseguir un mundo en que estas minas no existan. En relación con este objetivo, hay que distinguir las minas almacenadas por cada Estado parte de aquellas ya colocadas en zonas minadas.
La obligación de destruir las minas antipersonal que cada Estado parte posea, “o estén bajo su jurisdicción o control”, tiene un plazo máximo, improrrogable, de cuatro años desde la entrada en vigor de la Convención para ese país. En España esta obligación ya había sido asumida por la Ley de 5 de octubre de 1998, de acuerdo con la cual “El Ministerio de Defensa procederá a la destrucción de todas las minas antipersonal almacenadas en el plazo más breve posible y como máximo en tres años a partir de la entrada en vigor de esta Ley”. Según informes nacionales e internacionales (LandMine Monitor), todas las minas antipersonal almacenadas por España, cerca de un millón, fueron destruidas entre 1998 y finales del año 2000.
El deber de destruir las minas antipersonal colocadas en zonas minadas tiene un plazo de diez años desde la entrada en vigor de la Convención para cada Estado parte. Las dificultades para la consecución de esta obligación son, sin embargo, muy superiores a la anterior: es más complicado técnicamente, más caro y, sin duda, comporta más riesgos para la seguridad de las personas.
Si tenemos en cuenta que la tecnología para la remoción de minas no ha avanzado significativamente desde la Segunda Guerra Mundial y que los países con mayor número de minas plantadas en su territorio están en vías de desarrollo convendremos que el artículo 5.1 de la Convención tiene más de desideratum que de lege lata. Es por ello que el propio precepto contempla la posibilidad de solicitar prórrogas, renovables, de hasta diez años, que serán evaluadas por la Reunión de los Estados Parte. También en este contexto hay que entender que el artículo 6, relativo a cooperación y asistencia internacionales, dedique diversos párrafos a la cooperación para el desminado y la destrucción de minas.
El Convenio de Ottawa cuenta en la actualidad con 156 estados parte, una cifra más que considerable en la que, sin embargo, se echan en falta algunos estados muy relevantes de la comunidad internacional como Estados Unidos, Rusia o China. La inmensa mayoría de los ausentes han hecho algún tipo de declaración unilateral comprometiéndose a no utilizar este tipo de armamento.
Según se constata en los informes anuales de LandMine Monitor la utilización de minas antipersonal ha decrecido de forma drástica desde 1999, incluso entre estados no parte en el Tratado, si bien cada año se detectan (o al menos se denuncian) algunos casos, sobre todo entre grupos armados no gubernamentales.
Asimismo, más de 90 millones de minas han sido destruidas en estos años, si bien continúa habiendo países con stocks muy importantes, de varios millones de unidades, en estados parte como Bielorrusia, Grecia, Turquía o Ucrania. Todos ellos tienen fecha fijada para la destrucción de sus stocks. Las grandes cifras, sin embargo, están en manos de estados no parte en el Tratado: China (110 millones estimados), Rusia (24.5 millones), Estados Unidos (10.4 millones), Pakistán (6 millones) e India (4-5 millones).
Con todo, a los diez años de su entrada en vigor, el Tratado de Ottawa debe considerarse un gran éxito de la comunidad internacional. Por su calidad técnica-jurídica, por su amplia aceptación y, sobre todo, por haber contribuido decididamente al consenso generalizado que existe en la actualidad en la comunidad internacional sobre el carácter ilegal de cualquier utilización de este tipo de armamento, la Convención de Ottawa constituye un hito para el desarme internacional, para la protección de las víctimas de los conflictos armados y, en definitiva, para la extensión de los derechos humanos en el planeta.
Jaume Saura (Presidente del Institut de Drets Humans de Catalunya)
http://www.icbl.org/
http://www.icrc.org/Web/spa/sitespa0.nsf/htmlall/p0702?OpenDocument&style=Custo_Final.4&View=defaultBody2
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