sábado, 12 de septiembre de 2009

LOS NIÑOS MUERTOS



Save the Children informa que en la actualidad hay unos 40 conflictos bélicos de distinta envergadura repartidos por todo el mundo. En ellos más del 90% de los muertos y heridos son civiles y, de éstos, más de la mitad son niños.

El veintiocho de agosto de este año dos niños saharauis de diez años, Salami Brahim y Abdul Haq Salami, pastoreaban el ganado en la localidad de Oum Rjeim, en la región de Zak, cuando una mina terrestre se activó y mató a uno de ellos en el instante, mientras que el otro moría momentos después en el Hospital al que fue trasladado. La noticia fue difundida por el Ministerio para los Territorios Ocupados y la Comunidad Saharaui en el Extranjero de la autoproclamada República Árabe Saharaui Democrática (RASD) y recogida por Europa Press. Ninguno de los diarios impresos españoles se hizo eco la noticia.

Esta semana se han celebrado en Pretoria la 3ª Conferencia Continental de Expertos Africanos con participación de los Estados miembros de la UA, organizaciones internacionales y activistas africanos para debatir sobre la limpieza de áreas minadas, mayor asistencia a las víctimas y la búsqueda de un consenso africano sobre el tema. Los países que firmaron el Tratado para la Prohibición de Minas de Ottawa, al que nos hemos referido anteriormente, se habían comprometido a limpiar sus territorios de minas lo más rápidamente posible, y lo más tarde en un periodo de 10 años tras la ratificación del tratado, si bien estados como Mozambique, Chad, Senegal y Zimbabue recibieron recientemente autorización para extender ese periodo. El reino de Marruecos no firmó el citado tratado y persiste en su criminal utilización, cuyas víctimas se encuentran en mayor medida entre los grupos más pobres y vulnerables de la sociedad.


Reproducimos un fragmento del artículo publicado en El País el día 17 de enero de 2.009 por Gustavo Martín Garzo a propósito de los niños asesinados por Israel en Gaza y que lleva el mismo título que esta entrada:

No deberíamos olvidar nunca las imágenes de los niños palestinos heridos y muertos difundidas estos días por los medios de comunicación. Un padre mostraba el cuerpecito de su hijo como si fuera un cesto vacío; tres hermanos, tirados entre la ropa vieja, recordaban los corderos que se llevan las inundaciones; varios pequeños miraban en un hospital a los adultos como esos animales domésticos que no entienden al hombre. Son imágenes que nos acusan, pues somos responsables de ellas. Somos responsables por nuestra indiferencia, y por elegir en las urnas a gobiernos incapaces de reaccionar con dignidad ante horrores así.
Porque estos niños heridos y muertos recuerdan al rey Herodes y la matanza de los inocentes. No es una exageración. Los militares y políticos israelíes que han iniciado esta guerra no son mejores que el cruel rey que ordenó la muerte de los niños. Aún más, Herodes no rehuía la responsabilidad de sus actos. Es la diferencia entre los nuevos señores de la guerra y los villanos que poblaban nuestras fantasías infantiles.
Los antiguos villanos se sabían egoístas y malvados, lo que, paradójicamente, les volvía humanos; pero hoy día, ningún poderoso acepta actuar en nombre de sus propias pasiones. Los políticos de Israel se lamentan de que estén muriendo civiles en los bombardeos, pero son ellos los que lo ordenan. La culpa, nos dicen, es de Hamás y de los propios palestinos, que apoyan a grupos terroristas. Los niños mueren, pero nadie se hace responsable de ello, porque el mundo moderno ha apartado de sí la idea de la culpa, como responsabilidad personal.
Nuestros gobiernos lamentan, por ejemplo, los horrores de la guerra, pero a la vez venden las armas que se utilizan en los campos de minas en los países del Tercer Mundo, como denunció el fotógrafo Gervasio Sánchez en su valiente discurso en los Premios Ortega y Gasset. El mundo, la moral que hemos creado, absuelve a los poderosos de la responsabilidad y la culpa: les basta con alegar dudosas razones de Estado. Pero la muerte o la mutilación de un niño es uno de esos límites que no se pueden cruzar sin que todo lo que hemos construido, nuestro mundo y nuestros valores, se derrumbe como un castillo de naipes.
La razón de esta indiferencia es muy simple: no reaccionamos de la misma forma ante el sufrimiento de los otros como ante el propio. La convicción de que la víctima no es de los nuestros hace que el daño que se le pueda causar no sea visto igual que si fuera uno de nuestro grupo, raza o nación el afectado. Israel se comporta así con los palestinos. No se trata de una guerra de religiones, ni del enfrentamiento de culturas distintas (las culturas árabes, judías y cristianas tienen un tronco común), sino de un simple problema de racismo (...)
Pero en Israel, esos niños no existen. Sus soldados no hacen daño a los enfermos, ni a las mujeres ni a los ancianos; sus bombas no destruyen las escuelas, los mercados o los hospitales. Hay un control absoluto de la información, y ni en la televisión ni en los periódicos se habla de lo que ocurre en Gaza de verdad. Aún más, ante cualquier crítica se invoca el antisemitismo como argumento defensivo principal, aunque sean sus gobernantes los que estén traicionando los principios de la delicada y honda cultura judía que dicen representar. Es una conducta que exaspera a los palestinos, a los que sólo queda la salida del fanatismo. El fanatismo se alimenta de la debilidad. El principio de que todo hombre debe reconocer al otro como un semejante, lejos de ser evidente, es una conquista de la voluntad. Que la inteligencia venga a socorrer al amor, escribió Antoine de Saint-Exupéry. Sólo los más fuertes, desde un punto de vista moral, son capaces de evitar responder con violencia a los violentos y de escuchar las palabras de la dulce y amigable razón.
Emmanuel Lévinas, en una de sus lecciones talmúdicas, habló de las ciudades refugio. Eran lugares en que podían cobijarse quienes habían matado a alguien sin quererlo. Su acción había sido involuntaria, por lo que no podían ser condenados, pero necesitaban protegerse de los amigos o familiares del muerto. Eso era una ciudad refugio, un lugar donde se recibía a los que, no siendo culpables, tampoco eran enteramente inocentes. Lévinas pensaba que Occidente podía verse como una de esas ciudades refugio. Puede que no seamos culpables de las cosas que ocurren a nuestro alrededor, pero tampoco somos inocentes de ellas. No deberíamos olvidar esto, a riesgo de caer en lo más terrible: la indiferencia ante el dolor de nuestros semejantes.


Los Niños Muertos, Gustavo Martín Garzo: http://www.elpais.com/articulo/opinion/ninos/muertos/elpepuopi/20090118elpepiopi_4/Tes
Oswaldo Guayasamín: Los Niños Muertos. 1.942.

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